Cuando le preguntaron si había sufrido violencia familiar en su infancia, dijo que no. No era que mintiera, lo que no recordaba era haber sido golpeada por sus padres.
Era difícil a aquella edad, ver que otras formas de violencia pudieran ser posibles. La vida entonces era como una película en blanco y negro: una caricia era indicio de alguna aprobación y un golpe… un golpe es algo que casi nunca se entiende.
En realidad, lo que la había llevado a pedir ayuda, eran los ataques de celos y las palizas que por esta causa recibía de su pareja.
Se interrogó a sí misma con enojo sobre la utilidad de remover el pasado, pero la pregunta de la trabajadora social quedó dando vueltas y fueron aflorando recuerdos fragmentados, como relámpagos, fugaces trozos de memoria de esa etapa de su vida…
El corte abrupto cuando intentaba intervenir en las conversaciones entre su padre y su madre: ¡cuando sea para tres te aviso!, decía su padre con un tono que la hacía irse llorando de la mesa. Y la mirada de su madre que parecía refrendar los dichos de su padre.
Se sentía mejor cuando su mamá le delegaba alguna tarea en la casa, aunque nunca llegaba a realizarla porque casi en el acto ella le decía: Dejá vos no vas a saber…
Un día se puso a hacer cuentas y concluyó que había escuchado más de 10.000 veces la palabra tonta entre los 7 y los 15 años…
Y ahora estaba ahí, con sus ojos lastimados y la costilla rota, como tantas otras veces, pero esta vez enfrentando su pasado, su presente y sus miedos cargados de esperanza.
Mientras juntaba sus cosas Marcela escuchó por última vez la frase de siempre: ¡Mirá lo que me hacés hacer!